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Breve historia del movimiento



Hay en el libro de carretera tres movimientos reconocibles: como reconstrucción del pasado; o en tanto la forma del presente, vivido una y otra vez, imaginado para siempre sin cambios; o el del reconocimiento del futuro a través de los sueños.


Para entender la historia del mundo podríamos leer en un mapa las huellas sobre la Tierra, sin importar su clasificación, su diferencia o lo poco que sabemos de ellas. Sin duda hay huellas que no conocemos, pero lo más importante es que su recorrido da cuenta del movimiento como una forma de supervivencia. Las primeras huellas recorrieron el mundo para encontrar comida, buscar abrigo o sanar heridas. Hay huellas manchadas de sangre y pequeñas huellas de leche en la boca. Hay historias hechas de palabras y otras de huellas. Bien puedo leer sentado vorazmente al mundo o leerlo con mi cuerpo, recorrer el mismo camino de otros, encontrar las mismas montañas, los mismos paisajes y detenerme en esos sitios compartidos a sentir lo propio, a inventar la historia como se me aparezca. Eso es una forma de supervivencia gracias al movimiento.


A medida que las huellas avanzan con mayor rapidez se vuelve más complicado mirar al mundo, a la historia. La huella del auto, por ejemplo, y su movimiento implican un “presente” continuamente desplegándose hacia el futuro y creando más y más pasado tras de sí. Por eso avanzar a 120 o a 1600 kilómetros es igual a olvidarlo todo, a dejarlo todo atrás, intentando agarrar una parte del mundo, intentando elegir qué parte de todo lo que se nos presenta deberíamos agarrar. Hablo de aprender a decidir en movimiento, porque que el movimiento no significa un mero esfuerzo físico, sino también uno mental. Y para que eso suceda el cuerpo debe aprender a expandirse con el viaje y ver y escuchar más allá de lo inmenso o lo diminuto.

Jack Kerouac: the soul of the beatific


“Viajaron y contaron Marco Polo y Colón, Kerouac y Hudson, Darwin y José Martí, Kapuściński y Stevenson, Rimbaud y Hugo Pratt, que hizo viajar al Corto Maltés, que viajó después con muchos otros.”


Viajar, Contar, Viajar

Leila Guerriero

Jack Kerouac viajó a través de los Estados Unidos para encontrar a Dios. En el camino aprendió a ver y a escuchar con claridad lo inmenso y lo diminuto. De ahí que su obra retrate el desenfreno, la ira, la amistad o el amor, como matices de la carretera en un mapa.


Con eso demostró que lo más grande o lo más pequeño de nuestro interior forma parte también del territorio que vemos en el papel. Por eso atravesamos los caminos con los dedos, por la esperanza de vernos recorrer los del territorio con la misma facilidad con la que lo hace el auto.

En sus viajes Kerouac abrió los ojos, y en el camino observó que el verdadero territorio – lo que podríamos llamar la verdad del mapa- estaba en su gente, en sus amigos, en un furioso gesto de Cassady, en una palabra de Gingsberg o en la promesa del hermoso amor.

Con On the road definió los límites de una generación mientras que definía los de una frontera con otra. Así la silueta de Estados Unidos tomó la forma de una carretera, donde Kerouac escribía la historia de su gente (de los homosexuales, de los adictos, de los ladrones por naturaleza), rompiendo el lenguaje o transgrediendo los géneros literarios. Lo contó todo con “Poemas relatados. Novelas declamadas. Voces como música. Espejos como puertas. Quiebre. Provocación. Abismo. La armonía en el desequilibrio. La contradicción”[1]. Relató su historia borrando los límites de la ficción y la autobiografía, haciendo de sus personajes y eventos el reflejo de sus propios sentimientos, o la proyección de lo que la vida podía ofrecerles. Pero, sobre todo, Jack Kerouac relató la historia de una juventud nacida durante la Segunda Guerra Mundial y atravesada por los Gloriosos Treinta años del Capitalismo y la expansión cultural, tecnológica y liberal de la época, donde se cristalizó una forma específica del viaje y la vida: la forma del presente como un mero instante y el pasado como la incertidumbre.


“We were all delighted, we all realized we were leaving confusion and nonsense behind and performing our one and noble function of the time, move”.

La generación beat nace en un mundo anterior al que produce, haciendo del movimiento el origen de su existencia a la vez que el de su devoción, pues el desgaste del mundo que recorren no habla del agotamiento sino del recóndito lugar en donde estará Dios. Es decir, en un camino sagrado o en el camino de los desquiciados o en el camino del arcoíris o el del pececillo. Cualquier camino, incluido el del cielo de Market Street San Francisco, donde Kerouac juró encontrarlo y ver en Neal Cassady el sudor de Dios hasta el final.

Final que solo pudo imaginar, pues como mito quedaron todos para siempre a lo largo y ancho de los Estados Unidos, en la carretera haciendo autoestop, todos los días con veintiséis años, todos los días en el presente, apenas conectados por los problemas, las palabras o el camino que, juntos, bañan al mundo como la lluvia con un toque de cadena. Seguramente porque en las dificultades de hallar a Dios está la imagen imborrable del reconocimiento propio, de una imagen que va más allá de la que vemos en el espejo, una imagen completa de nuestro ser, con vacíos y sobrecargas, la imagen que tenemos de nosotros con los ojos cerrados en una cama o en un ataúd.


Con el mundo bajo los párpados


En la historia cultural humana el viaje se escribe también en el mundo secreto de los durmientes. Como el viaje de Eneas al inframundo[1]; o el viaje de Chang-Chien hasta el nacimiento del Río Amarillo, el cual mana de la Vía Láctea; o el viaje de Lao Tzu, autor del Tao Te Ching, por ochenta y un años a través del útero; o el de Dinanukht, mitad hombre, mitad libro, a través de los mundos superiores, contado en los rollos sagrados de los mandeos. Hay algo en común con esos viajes secretos y es que quien sueña tiene un vistazo personal de su pasado más cercano y su porvenir más cercano, igual que quien atraviesa una carretera en auto.


Cristina Rivera Garza, en Había mucha neblina o humo o no sé qué, atraviesa en auto la vida de Juan Rulfo, viajando por las mismas carreteras, escalando las mismas montañas o reescribiéndolo, incluso, palabra por palabra. Son esas las formas del amor: el recorrer las huellas del otro, las palabras del otro -que también son huellas. Pero sobre todo son formas de apropiación y, estas, permiten entender cómo viajó Rulfo a través de México, de punta a punta, por más de 3 mil kilómetros en cinco días de velocidad y polvo, curvas, accidentes, fotografías y muerte.

El viaje de Rivera Garza es contextual, persigue al autor de Pedro Páramo en la construcción de México, en lo que se conocerá como la Modernidad Alemanista y será finalmente el desalojamiento injustificado de pueblos mixes a lo largo del país. Ese seguimiento no es una mera mirada al pasado sino la comprensión del presente: el entendimiento del “fracaso estrepitoso de ese proyecto neoliberal y ese proyecto globalizador”[2] desde 1950 hasta nuestros días.


Pero viajar no es solo un verbo que implica movimiento, sino que también sugiere esperanza. La esperanza que ponemos en el futuro. De esa misma esperanza están hechos los sueños, de esos mismos sueños está hecha la escritura de Rivera Garza. Y digo esto porque hay en su libro momentos que uno lleva consigo en algún lugar cerca del esqueleto, para ir digiriéndolos o saboreándolos. Para ir entendiéndolos, digo, cuando en realidad quiero decir: para ir imaginándolos. Y así es como entiendo las formas del futuro, como lo imaginado, lo deseado, lo esperado.

Si bien hemos considerado el viaje como el origen de la existencia y el movimiento constante como la incertidumbre, también podemos pensar el desplazamiento del auto como el soñar despiertos. Y es que en el cerebro, al conducir, se conectan subjetividades y multiplicidades parciales con los compuestos mecánicos del auto. Se pierden los sujetos individuales que digan “aplasta este botón” o “empuja este pedal”. A uno lo guía la máquina y uno se vuelve otro pequeño componente de ese ensamblaje mecánico. La memoria, la atención, la percepción o las acciones del cuerpo, se automatizan. Nuestros procesos de conciencia se conectan y desconectan conforme la realidad que vemos. A esa automatización, producto del movimiento, se la conoce como el soñar despiertos, un falso sueño.

Rivera Garza sueña despierta con Rulfo. En el libro va sobre la carretera, sobre cuatro llantas hechas de caucho, dejando pueblos atrás, hacia el verde del verano, entre arbustos propios de los climas cálidos secos. Atraviesa el país hasta perderse, hasta preguntarse ¿en qué país se halla? y responde: “En uno injusto, es cierto; pero en uno nuestro”. Llamar “nuestro” a la inmensidad, cuando se la atraviesa de punta a punta, es otra forma de soñar. Y ese sueño y ese viaje, en Había mucha neblina, son acciones necesarias para decir, desde cualquier sitio, soy de aquí, de México, de sus montañas, de San Juan Luvina, del aire o la tristeza, de todo lo que uno puede imaginar.

El libro de Cristina Rivera Garza entiende la necesidad de aprender a viajar con la imagen del mundo bajo los párpados y ver el viaje de nuestros sueños como una relación directa con el futuro, como un puente entre todo lo que conocemos y anhelamos. En su viaje a través de México se imagina el mundo para entenderlo y a Rulfo para conocerlo, se imagina sus huellas y sus palabras para habitarlas. Pero yo creo que uno se imagina -o lo que es lo mismo sueña- a todos los fantasmas del mundo, no para entender de lo que estuvo hecha la vida y el pasado, sino para no estar tan solo en el futuro.


Notas

[1] Sugiere Borges que después de descender a los campos Elíseos, y hablar con la sombra de Aquiles o ver la futura grandeza de la ciudad que fundaría, Eneas regresa al mundo por la puerta de marfil. “Hay un pasaje en la Odisea en el que se habla de dos puertas, la de cuerno y la de marfil. Por la de marfil llegan a los hombres los sueños falsos y por la de cuerno, los sueños verdaderos o proféticos.” (Borges, La pesadilla). Si algo podemos decir de Eneas es que no ha vuelto todavía a la realidad.


[2] Cristina Rivera Garza, lanzamiento de Había mucha neblina o humo o no sé qué

[1] Carla Badillo, Beatificaciones.

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